Cuando se le ocurrió algo que decir lo dijo. Así era Ani Cooper. Siempre decía lo primero que pasaba por su cabeza. Afortunadamente era poco y muy de tarde en tarde. Pero esta vez algo me decía que su cabeza no iba a parar. ¿Qué repentina inspiración le picaba? ¿De dónde salía toda aquella verborrea? ¿Verborrea? ¿Era acaso verborrea? No parecía así a medida que avanzaba su discurso. Las caras de los concurrentes así lo demostraban. Esa incredulidad e indiferencia habituales se iban transformando poco a poco en extrañeza primero, en sorpresa después, en franca admiración por último.

Pregúntale a Ani Cooper, decían todos. Y llevaban razón. Su cabeza tenía todas las respuestas. Su consejo siempre era el más acertado. ¿Cómo era posible tal prodigio? Nadie lo sabe. Tampoco nadie se atrevió a preguntárselo jamás. Bueno, no sé si debo decir “se atrevió”, quizás simplemente siempre tenían preguntas más acuciantes sobre si mismos. El caso es que ni siquiera yo, que nunca sentí la necesidad de preguntarle por mi mismo, pero sí la curiosidad de saberlo, encontré la ocasión de saberlo … Ahora las conjeturas me permiten deducir su secreto. Las preguntas, y por tanto también las respuestas, se repetían más que los universos paralelos. No había truco, ni secreto, ni magia, ni cualquier otra causa sobrenatural… Ani Cooper conocía la psicología de la gente, tan simple y común, en el fondo.

—Basta escuchar -decía. La pregunta en sí misma ya da la respuesta a la mitad de lo que se quiere saber y la otra mitad es fácil suponerla. ¡Ese era todo su secreto!

¿Como es posible que esto nos haya ocurrido precisamente a nosotros?

Ani Cooper