AHASVERO

AHASVERO
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Para colmo de mis desdichas, una vez en la habitación, Dánae no siempre se mostraba tan solícita como mi imaginación y mis deseos lo pergeñaban. Un día, cuando acababa de caer el sol, escalé la alta torre que me separaba de las placenteras victorias del amor, no sin hartos peligros. Con su amplio vestido de vuelo, ella estaba afortunadamente allí, y su corsé o justillo -como entonces le llamaban- elevaba sus erguidos, indomables y danaides senos. Mi inocente corazón trepidaba ansioso por acariciarlos cuando irrumpió la Damgalnunna en su ya, por fin, mancillada habitación para hacer su aún inmaculada cama. Imaginaos entonces mi azaroso rubor y patetismo tratando de ocultar lo que es más evidente que el sol de mediodía.