A Vargas siempre le gustaron las mujeres con estilo, como ella. Imantaron su descreída mirada los ojos y los pies de Deborah, los unos porque le ponían color a la ternura, los otros por la gracia que conferían discretos a su porte. Gustaba esta hermosa mujer de azoteas y terrazas, de áticos, buhardillas, atalayas, miradores… lugares en que pajareaban sus deseos y se abovedaba su esperanza. Dulce promiscuidad de lo que contemplaba y lo que pisaba. Nunca fue ajena a los designios de la luz, a la piedad de los amaneceres, como las ciudades en que aventaba su dulzura, como el mar que repetía las espumas a sus pies. Entonces Vargas decidió que no le importaría en absoluto convertirse en sus zapatos.

Deborah