Esta mañana el espejo me devolvió una sonrisa forzada, oscuras ojeras, ojos con resto de maquillaje y el ya habitual pelo alborotado. El día de ayer no había sido muy… en fin, digamos simplemente sin demasiadas florituras que fue una mierda. Este verano que acababa podría ser calificado como el peor de mi vida, pero lo que yo no sabía es que lo “mejor” sería el final. Me estampé, si, pero no literalmente; ojalá. Todo se vino abajo cual castillo de arena arrastrado por las olas del mar.
Me lavé la cara y volví a mirarme en el espejo, pero este seguía devolviéndome la misma sonrisa tosca. Cerré los ojos y, en contraste con el agua fría que todavía humedecía mi cara, noté dos cálidas lágrimas resbalar por mi piel. Me miré de nuevo en el espejo y vi que este me miraba amablemente. Abrí los ojos y, no, el espejo seguía reflejándome a mí, claro.
Me metí en la bañera y me duché con agua bien caliente, quizá me relajara un poco. Tras sentir el agradable caer de millones de gotitas por mi desnudo cuerpo, salí de la bañera y cuando iba a coger la toalla me miré en el espejo de nuevo, pero este ya no me reflejaba a mí. Empañado, mostraba un mensaje…
…profundo malestar oculta tu mirar…
Rompí en llanto, me quedé acurrucada en una esquina del cuarto de baño, desnuda y mojada en mil lágrimas con olor a avena.

Espejito, espejito, ¿quién es la más...?