El placer que fortalece

«Puedo asegurarle que el placer es muy diferente de la felicidad. Algunas cosas son preciosas porque no duran para siempre.» (El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde)

El placer que fortalece

Un placer que fortalece es aquel que, lejos de disiparse en el éxtasis fugaz de lo efímero, se enraíza en lo profundo, donde los huesos encuentran reposo y el cuerpo, una suerte de renovación. Es ese placer que, más que una llama ardiente que se consume en un instante, se asemeja a una brasa que, lenta y constante, calienta y transforma, envolviendo al ser en una paz que lo reconstituye.

Es el abrazo tibio de una caricia que, al posarse, alivia los dolores que el tiempo ha dejado marcados, es el sol de invierno que, tímido al principio, termina por colarse entre las hojas caídas, brindando un calor inesperado que se siente no solo en la piel, sino en lo más profundo del espíritu.

¿Quién no ha sentido ese regocijo que, más que saciar, edifica? Ese susurro que fortifica, que invita a cerrar los ojos, a detener el frenesí de los días y, en su lugar, abre las puertas de un mundo donde el placer no es evasión, sino encuentro con la más pura esencia de uno mismo.

Un placer que fortalece es aquel que trasciende la piel, que no se agota en lo inmediato, sino que se expande y reverbera, dejando huellas invisibles que dibujan, con paciencia, un mapa secreto en el corazón. Es el instante en que el cuerpo, lejos de exigir más, parece sumirse en un silencio casi sagrado, y el alma, como si danzara en un sueño antiguo, recuerda que su origen no es otro que la propia calma.

Porque el placer que fortalece no pide más que ser sentido, no necesita ni el bullicio de la gloria ni la intensidad del deseo desbocado. Es una sonrisa que se instala en los labios sin pedir permiso, un suspiro que flota, un roce que enciende el alma sin quemar la carne. Es el resplandor suave de la luna llena sobre las aguas quietas, un reflejo de lo que siempre estuvo allí, esperando ser visto.

¿No es acaso ese placer, tan sutil y profundo, una suerte de reconciliación? Como si en su corriente, lenta y serena, nos entregara a la certeza de que no hay necesidad de buscar más allá de uno mismo, pues lo esencial ya está presente, aguardando, como un viejo amigo que nunca se ha ido. Fortalece porque, a diferencia de tantos otros placeres pasajeros, no deja tras de sí vacío o añoranza, sino una sensación de plenitud, de haber encontrado por fin un lugar donde el alma pueda descansar sin más ansias, sin más afán.

Es, tal vez, como el paso de las estaciones: imperceptible y constante, transformando, nutriendo, pero sin alborotar el paisaje, sin exigir nada más que el ser. Así, en su transcurrir, el placer se vuelve conocimiento, sabiduría callada, una brújula interna que nos guía hacia lo que de verdad importa, hacia esa fortaleza secreta que, al ser descubierta, revela que lo que más buscamos en el afuera siempre estuvo en el adentro, en esa quietud que solo el placer genuino, sereno, puede desatar.

Un placer que fortalece no es aquel que se busca con la voracidad de los que corren detrás de una ilusión, sino el que se presenta silencioso, sin anunciarse, en la suave cadencia de los gestos cotidianos. Es el roce de una mirada compartida en el momento justo, la complicidad sin palabras que teje hilos invisibles entre dos almas. Es el murmullo de las hojas mecidas por un viento lejano, que arrastra consigo los ecos de la infancia, las risas olvidadas que aún resuenan en lo más hondo del ser.

En la quietud de ese placer no hay urgencia, no hay sed insaciable que devore; hay, en cambio, un asentamiento en el tiempo, una expansión hacia el presente, hacia la plenitud del instante vivido en su totalidad. Es como si, por un breve momento, el mundo se hiciera tangible y todos sus detalles, desde el aroma del café hasta el tintineo lejano de una campanilla, se convirtieran en notas de una sinfonía personal, íntima, tejida en los recovecos de la memoria.

Es un placer que se parece más a un suspiro de alivio que a un grito de victoria. Un latido profundo, acompasado, que reverbera en los rincones más oscuros del alma, donde los miedos habitan, pero donde también, a veces, florece la esperanza. Este placer fortalece porque no busca conquistar ni doblegar, sino más bien acoger, suavemente, como la tierra húmeda acoge la semilla, con la promesa de un renacer silencioso.

Y así, mientras las sombras de la tarde se alargan y los colores del cielo se tornan más suaves, este placer que no huye ni persigue se queda, como una presencia cálida, calmando las inquietudes, desdibujando los contornos del dolor. Fortalece porque recuerda que en los momentos más simples, en los gestos que no se imponen, se halla la verdadera fuerza: aquella que no viene del poder ni del control, sino del profundo entendimiento de que la vida misma es el más precioso de los placeres.